“Los caminos del Señor no son nuestros caminos”, nos dice la palabra de Dios frecuentemente, dando a entender que, aun cuando creemos estar cerca de comprender, siempre hasta cierto punto, los designios de Dios, estos son muchísimo más grandes e inescrutables de lo que pudiéramos ver o suponer. Sí, los caminos del Señor no son los nuestros, pero siempre serán los suyos y esta luz puede dar, en no pocas ocasiones, una luz a nuestro caminar en la fe.
La fe, empero, no es una mera adhesión simplista que cree que en ella se haya el remedio de todos los males y que asegura que el hecho de estar cerca del Señor significa poseer la dicha en esta vida o que los problemas se esfumarán como si de arte de magia se tratara. No. La fe, vivida como una relación y personal con el Maestro, es mucho más que un simple escapar de las situaciones amargas de la existencia.
Hoy, que, como todos los cristianos que han vivido antes que nosotros, nos hemos reunido en torno de la mesa del Señor a celebrar la Eucaristía, memorial del sacrificio redentor y de la Resurrección de nuestro Salvador, tenemos presente que, de una u otra manera, todos estamos llamados a dar testimonio de lo que Dios ha hecho en nosotros, aun cuando ello implique, precisamente, completar en nuestra carne lo que falta a las tribulaciones de Cristo, en favor de su Cuerpo que es la Iglesia.
Y es que uno de los motivos que hacen que nos encontremos aquí y que nos hayamos conocido no puede ser verdaderamente vivido y sobrellevado si no precisamente desde la óptica de la cruz. Hermanos y hermanas, ustedes han sabido y experimentado en carne propia una situación que, sin miedo a equivocarme, podría comparar con un auténtico Calvario. No pocos han vivido un Viacrucis angustiante, cuya duración mezcla inmisericordemente la esperanza, con la pena, el deseo de saber, con el terror de recibir alguna noticia desgarradora.
Como el Maestro, se han encontrado en el Gólgota de la impotencia, al percibir y darse cuenta de que la justicia no siempre es respetada y de que el sufrimiento del inocente es un drama que más de alguna conciencia sin escrúpulos quisiera convertir en un espectáculo. Quizás hayan sentido la indiferencia o el abandono de quienes solo reconocen que hay sufrimiento o de quienes bajen de la cumbre golpeándose el pecho, pero sin hacer nada concreto, si algo puede hacerse.
Ante una situación tan delicada y en otras ocasiones negada, no podemos permanecer indiferentes. La justicia es una exigencia que no debe olvidarse y cuya búsqueda debe impulsarnos a todos a llevar una existencia en realidad acorde con nuestra condición de cristianos, más aún, de seres humanos. No hay que dejar ni desistir en el empeño de denunciar y hacer recordar que aún estamos muy lejos de ser la sociedad que estamos llamados a ser. Nuestra Iglesia particular de Guadalajara quiere manifestar su cercanía a todos aquellos cuyos seres queridos les han sido arrebatados cobardemente y, junto con ustedes, quiere manifestar su deseo de unirse en la súplica por nuestros hermanos, miembros también de nuestra comunidad cristiana y a quienes no dejamos de poner en las manos de Dios. Junto con María, nuestra madre, también nos queremos poner al pie de la cruz, no renunciando nunca a estar junto con el ser amado.
Tan difícil situación, disculpen la repetición obvia, no puede enfrentarse sin mirar a la cruz. Sin ver el ejemplo de Jesús mismo, quien, en Getsemaní, se confió totalmente al Padre y se abandonó completamente a su voluntad. Ello no significó que la pasión no le implicara dolor alguno o sufrimientos fortísimos o que la terrible sensación de creerse abandonado por su Padre no golpeara su corazón, pero sí que, en medio de tales padecimientos, encontró la fuerza necesaria para asumirlos por amor. Todos nosotros nos hemos beneficiado de su entrega amorosa por nosotros.
Hermanos y hermanas, El mismo Cristo, el Señor resucitados se ha convertido en la esperanza de la gloria, en la muestra viva y operante de que las pruebas y vicisitudes de la vida no tienen la última palabra. La esperanza cristiana no suprime el dolor, pero sí nos ayuda a asumirlo con amor y a confiar que estamos siempre en las manos de Dios.
La esperanza jamás desilusiona, ¿por qué? Porque es un don que nos ha dado el Espíritu Santo. Pero San Pablo nos dice que la esperanza tiene un nombre. La esperanza, para el cristiano, es Jesús. El Señor Jesús habla con los doctores de la ley y afirma que «Abraham exultó en la esperanza de ver su día».
La esperanza nos conduce hacia adelante con alegría, da un rayo de luz a nuestro rostro cansado y sin ilusiones y nos recuerda que todo vale la pena. Vale la pena luchar, vale la pena intentarlo, vale la pena seguir buscando. La esperanza nos sostienes y hace que no nos ahoguemos en las dificultades. No nos anestesia contra las heridas, pero sí nos invita a mirar al cielo.
Nos recuerda que ante las limitaciones y nuestra insuficiencia, no hay otro camino que confiarnos en Aquel que se compadece de todos porque todo lo puede y que es el único que puede darnos la fortaleza necesaria para mantenernos firmes y fieles en su servicio. Ante las circunstancias desfavorables, haciendo eco de las palabras de la reina Ester que consigna la Escritura, confiémonos a Dios y digámosle un millón de veces: Protégenos, que estamos solos y no tenemos otro defensor fuera de ti.
Sr. Pbro. Javier Navarro Nuño